A propósito del sabor:
el Boléro de Ravel… y de Béjart
Leili Castella
“Varias son las sendas que conducen a Dios;
Yo he elegido la senda de la danza y de la música” (Mawlânâ Rûmî)
En 1928,
Maurice Ravel compuso una obra fascinante: su Boléro para orquesta, obra a
partir de la cual, en 1961, otro Maurice, Béjart, bailarín y coreógrafo
musulmán, fino conocedor del sufismo, creó una danza que, lejos de cualquier
exotismo fácil, supo “encarnar” la esencia de la obra de Ravel. Ambas, música y
coreografía, entran en un diálogo íntimo que ilustra algunos de los temas
tratados en este blog dedicado al sufismo, y ésta es, justamente, la razón por
la cual nos aventuramos a escribir las siguientes líneas.
A Ravel le encantaba jugar. “Esta palabra, juego, nos descubre por completo
a Ravel, así como el secreto de su naturaleza profunda” [1]. Y es así precisamente como el músico se planteó la composición de su Boléro: como un reto, como un juego. El propio compositor explicó en su momento a su amigo Joaquí Nin que “se encontraba trabajando en algo bastante extraño: no
hay forma en el sentido estricto de la palabra, ni desarrollo, apenas una
modulación, un tema… con ritmo y orquestación”. Es decir, el juego
consistió en crear una obra a partir de unos mínimos elementos, a saber: un
patrón rítmico de 2 compases y una melodía de 32 compases que se repiten una y
otra vez en una tonalidad que sólo modula al final.
Con la misma
simplicidad y transparencia planteó Béjart su coreografía, pensada sólo para
dos personajes: la melodía, confiada indistintamente a un hombre o a una mujer,
y el ritmo, interpretado por un grupo de hombres. La escenografía es también
mínima: una plataforma circular encima y alrededor de la cual bailan,
respectivamente, la melodía y el ritmo.
Se dice que el sufismo es un saber (un qué) y un sabor (un cómo). Pues bien,
cabría afirmar que el Boléro es una obra sobre el sabor. Dado que conocemos
desde el primer momento la melodía, el ritmo y la tonalidad -esto es, el
“qué”-, la esencia de la obra se desplaza del "qué" al
"cómo". El Boléro versa sobre las múltiples maneras de decir lo
único, o, lo que es lo mismo, sobre lo único diciéndose de múltiples maneras.
Dicho en términos gastronómicos: puesto que los ingredientes los conocemos
desde el inicio, el interés de la obra consistirá en cómo dichos ingredientes
se cocinan y con qué especias se sazonan. Y así, a cada nueva aparición de la
melodía, nuestra atención cada vez más centrada saboreará y apreciará nuevos
detalles, nuevos matices. (Digamos a modo de anécdota que si nos permitimos
este símil gastronómico es a sabiendas de que Ravel fue un buen gourmet con
sensibilidad especial para vinos y especias fuertes, a las que calificaba como
“¡incendiarias!”).
Para saber un poco más sobre cómo se va “guisando” el Boléro, es interesante
observar la coreografía creada por Béjart. Toda ella está basada en el diálogo
que entablan la melodía y el ritmo. Es este diálogo el que parece guiar la
“cocción”, o, dicho en términos musicales, el impactante crescendo que es en
definitiva el hilo conductor de la obra. Estamos ante un crescendo
extraordinario porque parece surgir de la necesidad interior de la obra: de
hecho no haría falta ninguna indicación de dinámicas en la partitura (que las
hay), porque es un crescendo que se manifiesta de forma natural al irse
añadiendo instrumento tras instrumento a cada nueva repetición de la melodía. Y
es que el Boléro constituye un trabajo de orquestación de exquisita artesanía.
Llegados a este punto cabe constatar que esta subida de intensidad puede darse
porque hay una estructura rítmica muy sólida (¡y simple!; ya hemos dicho que la
célula rítmica consta tan sólo de dos compases casi idénticos) que la sustenta.
Y es que así como un bailarín necesita una estructura corporal trabajada que
les permita ir al límite de sus facultades expresivas, también este descomunal
crescendo que es el Boléro necesita de este fundamento rítmico que lo sostenga.
La importancia del elemento rítmico en esta obra tiene otra consecuencia, que es
la necesidad de ser bailada, de ser “encarnada”. Dice Jankélevich al hablar del
contenido rítmico del Boléro que “la forma natural de esta música es la
danza, […] el movimiento en el sitio, la acción hecha torbellino que en lugar
de abocar al mundo refluye sobre sí misma, halla su finalidad en su propio
interior, pisa y da una vuelta; la acción convertida en agitación estacionaria
o, como dice Alain, el movimiento inmóvil”.
El ritmo del
Boléro es un ritmo que apela al cuerpo, a algo arcaico y profundo, esto es a la
sensualidad, a la sexualidad. Así parece entenderlo también Béjart ya que sus
bailarines están constantemente conectados con el ritmo a través del balanceo
de su pelvis. Este movimiento es el que, repetido innumerables veces, va creando
un aumento de intensidad, una intensidad que sin embargo es lúcida, consciente,
en absoluto alocada siempre y cuando el tempo de la obra se mantenga
absolutamente estable, inmutable (es esta estabilidad del tempo una de las
mayores dificultades en la interpretación del Boléro y a la que pocos
directores de orquesta han sabido hacer frente).
La imagen de
Jankélevich sobre el torbellino nos lleva a otra característica fundamental de
la obra que nos ocupa: su circularidad, evidente tanto en la melodía como en el
ritmo. Pero hay que referirse a otro elemento musical que es el que de forma
sutil pero potente, canaliza dicha circularidad: el compás de tres tiempos
(3/4). Si el compás de cuatro tiempos tiene un carácter más bien discursivo o
narrativo, y el de dos apela más bien al balanceo o a la marcha, el compás
ternario no permite hacer pie e invita al giro. No en vano el vals, que es giro
que se despliega horizontalmente, está escrito en compás ternario. El vals es
giro horizontal porque sobre su estructura rítmica hay una melodía que se va
desarrollando. En el caso del Boléro, al coincidir el compás de tres con una
melodía que se repite constantemente y que se repliega sobre sí misma, surge el
giro sin desplazamiento. Y este aspecto queda también evidenciado en la
coreografía de Béjart en que los bailarines se mueven sin apenas desplazarse.
El Boléro va
dibujando imparable su espiral de intensidad hasta llevarla al límite de lo que
su estructura le permite, y tras una única modulación al final, que aumenta aún
más si cabe la tensión, el Boléro estalla de repente… en el silencio. Y es que
el Boléro no acaba con las últimas notas: los momentos más especiales de esta
obra son los instantes posteriores al último acorde, instantes en que la
dualidad sonido/silencio queda trascendida. Se hace entonces evidente y
tangible la vibración del silencio o el silencio vibrante. Son instantes de
conmoción profunda que, sin embargo, como el juego, tan caro a Ravel, nada
persiguen ni a nada se apegan, ni tan solo a la propia conmoción.
A Ravel “la
música no le apasionaba sino mientras la hacía. Una vez hecha, y bien hecha, ya
no le interesaba”. Y es que “el comportamiento de Ravel dejaba al
descubierto sin cesar la credulidad, la franqueza y la despreocupación de un
niño. Un niño que nunca abandonó el reino de la magia y que supo evocar […] las
páginas más profundas de su obra. Y como un niño, una vez terminado su juego,
lo abandonaba por otro juego distinto”.
Notas:
[1] Las
citas de este texto pertenecen al libro Ravel de Vladimir
JANKÉLÉVITCH (Antonio Machado Libros, 2010).
Para ver el
Boléro de Ravel, según Maurice Béjart, clikar aquí:
http://www.youtube.com/watch?v=Lnut9tB78BE&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=UnSh-KPV7QQ