El
simbolismo de la ciudad islámica
Leili
Castella
“La
ciudad es siempre una imagen de la totalidad; su forma señala el modo en que el
hombre se integra en el universo”.
Titus Burckhardt (1)
La diversidad
urbanística de las ciudades islámicas, desplegada a través del tiempo en una
inmensa área geográfica, no se deja reducir a un único esquema general e
inmutable. Así, algunas ciudades, en su fundación o en el curso de su historia,
fueron expresamente concebidas en parte o en su totalidad en base a la
organización geométrica de ciertas estructuras fundamentales del Islam (sería el
caso de las ciudades de Anŷar en el Líbano, de Bagdad en Iraq, o de Delhi en
India). Otras ciudades ya existentes en el momento del advenimiento de la
Revelación fueron posteriormente “islamizadas” mediante la inserción en su seno
de nuevos centros de vida religiosa y social, tales como mezquitas y mercados
cubiertos, o los conjuntos arquitectónicos conocidos como kulliyyᾱt (sería el caso de la ciudad de Istanbul en Turquía). Sin
embargo, en la mayoría de los casos, como observa Titus Burckhardt “las ciudades no se ajustan a ningún plan,
sino que surgen sencillamente como resultado de un crecimiento ‘espontáneo’, si
bien la unidad del conjunto está garantizada por la perfecta homogeneidad en la
forma de sus elementos constitutivos, lo que confiere a tales ciudades un
aspecto como de cristales amontonados: formas regulares de diversos tamaños y
combinaciones”. (2)
Es el mismo autor quien
nos desvela el verdadero criterio unificador de tan aparente disparidad: “Esta homogeneidad no es otra cosa que la
expresión arquitectónica de la tradición, esto es, de la sunnah del Profeta adaptada a las condiciones
regionales. Al determinar las más simples y comunes de las actividades humanas,
como el modo de bañarse, de sentarse en el suelo, de comer juntos de un solo
plato, de comportarse en familia y ante un extraño, la sunnah modela indirectamente la vestimenta, la
casa y la ciudad. (…) Cuanto la sunnah prescribe parece referirse sólo a
actividades externas, más éstas jamás dejan de afectar al hombre en su
conjunto, que es a la vez cuerpo, alma y espíritu.” (3)
A esta irrupción de lo sagrado en el mundo de lo cotidiano hacen explícita referencia las dimensiones de verticalidad y horizontalidad que estructuran las ciudades islámicas, y que hallamos por cierto también en los trazos verticales y horizontales de la caligrafía islámica. Y es así como, por ejemplo, en medio del despliegue en horizontal de la mayoría de las edificaciones, sobresalen los minaretes de las mezquitas proyectándose hacia el cielo.
La propia organización de la
ciudad islámica pone también de manifiesto ambas dimensiones: así, la mezquita
y el hammam serán los espacios por
excelencia de igualación de los miembros de la comunidad sea cual sea su rango
y función, no siendo ello incompatible con la existencia de una jerarquía
social que da a cada cual su lugar y su cometido, y un espacio específico en la
ciudad en el que desarrollarla.
Pero si hay una figura
geométrica que defina a la perfección la intuición fundamental del Profeta
Muhámmad (sas), el tawhῑd o Unidad y
Unicidad del Ser, es el punto, a partir del cual se expande la existencia. Ninguna
manifestación del Islam, ni por tanto el urbanismo, es ajena a esta figura.
Basta una visión cenital de una ciudad islámica tradicional para reconocer su
aspecto de aglomeración de células formadas por un cuerpo de edificio cuadrado
o rectangular que rodea un patio interior abierto al cielo, alrededor del cual
se desarrollan las distintas funciones a las que pueda estar destinado dicho
edificio, ya sea el hospedaje si es una caravanera, la enseñanza si se trata de
una madraza, la oración si hablamos de una mezquita, o la vida doméstica en un
hogar.
El patio es pues el
corazón de las edificaciones; es el centro inmutable alrededor del cual se
desarrolla la vida. A esta idea de centro vacío remiten por cierto también el interior
pulido del ney o flauta derviche de caña a través del cual transita el
hálito del músico, o el derviche que, limpio de todo cuanto no sea Él, se ha
hecho el escenario idóneo de Su movimiento. Dice al respecto Patrick
Ringgenberg en L’Univers symbolique des arts islamiques (4): “Articulada a través de un
centro de gravedad (el patio), la arquitectura se vuelve unificadora y
envolvente. El patio da así una unidad matricial a cada construcción, y la
yuxtaposición de edificios con su respectivo patio interior crea una red
pacificadora de células independientes”. Ante esta descripción es imposible
no acordarse de las figuras geométricas del arte islámico, emanando de un punto
central e imbricándose unas con otras de modo que el ojo, ante la imposibilidad
de fijarse en un solo centro, no tiene otro remedio que expandir y expandir la
mirada.
Hemos visto que
Ringgenberg habla de “unidad matricial”
al referirse a las distintas construcciones y ello no es baladí puesto que siendo
todo cuanto existe fruto de la Misericordia de Al·lᾱh, esto es, de su cualidad esencial
de raḥmᾱn, palabra árabe que incluye
en su campo semántico tanto la idea de de “dador y multiplicador de vida”, como
de “útero”, la ciudad islámica es
concebida “como una matriz o una madre: se esté donde se esté, uno se halla
siempre en el interior de una estructura, religado a algo, a un orden social
global.” (5) Y es que para la tradición islámica, la ciudad es el
lugar en que habita la comunidad, concebida como una matriz o una familia que
envuelve, unifica y protege. Dícese del trazado laberíntico de las callejuelas de
las antiguas medinas que ofrecen una suerte de protección: crea complicidad
entre sus habitantes y pierde a los extranjeros, a aquellos que querrían
perturbarla o arrancarle indebidamente sus secretos.
En los párrafos que preceden
se han utilizado varias referencias al cuerpo humano con el fin de describir la
estructura interna de las ciudades islámicas. Ello es consecuencia de la
consideración, por parte de algunos sabios del islam, de la ciudad como una imagen
del hombre, del universo y del paraíso. Ciñéndonos sólo al primer aspecto, dado
la brevedad de estas líneas, apuntemos simplemente que para los Ikhwᾱn al
safᾱ’, el ser humano es comparable a una ciudad. Su cuerpo “fue construido por el Creador como una
ciudad”, de modo que los distintos elementos de su anatomía remiten a los
distintos materiales utilizados para la construcción de los edificios. Seyyed
Hossein Nasr escribirá en este sentido: “El
cuerpo se compone de distintas partes y se constituye de varios sistemas
biológicos, a imagen de los barrios de una ciudad y de sus edificios. Los
miembros y los órganos se religan entre sí por diferentes puntos de
articulación, como los bulevares en relación a los distintos barrios” (6). Como
bien observará Ringgenberg
(7), esta relación de espejo entre la ciudad y el hombre se inscribe en la
concepción del Islam según la cual el ser humano es una síntesis del Universo:
construyendo una ciudad, el ser humano no hace sino proyectar en el orden
urbano la imagen que tiene de él mismo, del mundo, y de su propia inscripción
en el Universo.
Digamos ya para
concluir que la omnipresencia de lo sagrado en la vida cotidiana del musulmán expresada
en su urbanismo, es la que disuelve cualquier distinción entre lo práctico y lo
divino, entre el cuerpo y el espíritu: en ello hallamos la diferencia radical
entre la planificación urbana moderna y la tradicional. No puede expresarlo con
mayor claridad Titus Burckhadt cuando hablando de la naturaleza a la vez
realista y espiritual de la planificación urbana islámica, establece que “responde a las exigencias materiales, pero
nunca les da un trato ajeno a las de un orden más excelso, lo que la distingue
en lo esencial de la planificación urbana moderna, que tiende a disociar las
necesidades corporales, psíquicas y espirituales del hombre y que, por otra
parte, no puede hacer otra cosa, pues no tiene ningún principio que la guíe al
que se pueda referir para que esos diversos terrenos se aúnen”. (8)
(1) (2) (3) y (8) Titus
Burckhardt, El arte del islam, J.J.
de Olañeta, Palma de Mallorca 1999, págs. 128-133.
(4) (5) y (7) Patrick
Ringgenberg, L’Univers symbolique des arts islamiques, L’Harmattan, Paris 2009, p. 276.
(6) Seyyed Hossein Nasr, An
introduction to Islamic Cosmological Doctrines, Albany, State University of
New York Press, 1993, p. 99.