Un huequecito en la pared
Leili Castella
La malâmatiyya, singular forma de sufismo calificado por algunos como una suerte de “sufismo más allá del sufismo”, nació en el siglo IX, en la ciudad jorasaní de Nishabûr. Tan rica, espiritualmente hablando, como poco conocida en Occidente, la malâmatiyya, según explica Halil Bárcena en su libro El Sufime, no es una escuela sufí en el sentido clásico del término, sino una tendencia o actitud espiritual, un estilo de hacer camino interior o incluso una categoría psicológica. Y es que los derviches malâmatíes “haciendo gala de una fina agudeza, parten del hecho de que en el camino espiritual no hay velo más difícil de descorrer que el de la vanidad y la autocomplacencia, frutos del elogio de la gente y de la propia voluntad de complacer a los demás” [1]. Los malâmatíes, desde su radical libertad interior y desde su compromiso absoluto con la verdad, fueron conscientes bien pronto de las trampas del propio ego y no dudaron en denunciar, al precio que fuera, “con una lucidez y rectitud implacables, las formas más diversas de autocomplacencia y exhibición espirituales” [2].
En este contexto recogemos la conmovedora historia de Nafiz Uncu relatada por Kudsi Erguner, célebre intérprete de ney, la flauta derviche de caña, en su libro La fuente de la separación. Viajes de un músico sufí [3], recientemente reseñado en este mismo blog. Cuenta Erguner que Nafiz Uncu, en la primera mitad del siglo pasado, era una de las figuras más queridas del tekké [4] uzbeko del barrio de Üskudar, en la parte asiática de Estambul. Nafiz Uncu, que en su juventud había sido uno de los cantantes más célebres de Estambul, poseía una voz bellísima que tenía enamorada a toda la ciudad, a tal punto, que, siendo Nafiz imam de Yeni Cami, la mezquita que se encuentra en la plaza de Üsküdar, la gente se agolpaba en ella para escucharle recitar el Corán o la llamada a la oración. Nafiz, no obstante, veía en la fama una trampa peligrosa, de modo que hizo voto de perder su voz. Relata Erguner que cuando conoció a Nafiz, éste tenía una voz que apenas le permitía hablar.
Nafiz Uncu vivía con una gran discreción, pero jamás faltaba a las reuniones musicales del tekké. Se sentaba siempre en el mismo sitio, contra la pared. Llevaba el ritmo con la cabeza, y fruto de los pequeños golpes que la constante repetición de su vaivén producían en el muro, se acabó formando en él un pequeño hueco que nadie se atrevía a restaurar, en señal de respeto hacia él. Erguner lo recuerda así, adorable y enternecedor, con los bolsillos llenos de caramelos para los niños, sentado siempre con la cabeza apoyada en la pared, cerrando los ojos, con un rostro radiante por la escucha del canto, del ney o de cualquier otro instrumento.
Nafiz Uncu había comprendido seguramente que en el camino interior las peores trabas pueden ser, no ya los defectos, sino las propias virtudes, en su caso su voz y el efecto que producía en la gente. Y en un grado aún mayor de finura, debió advertir el peligro de actuar no ya para conseguir la consideración de los demás, sino para gozar de una buena opinión respecto de sí mismo. Es por todo ello que el derviche malâmatí, en su vivir discreto y honesto, apenas deja huella en su transitar; quizá sólo un huequecito en la pared o el dulce sabor de un caramelo en la boca.
Notas:
[1] Halil Bárcena, El Sufisme, Fragmenta, Barcelona 2010, pp. 121-124.
[2] Halil Bárcena, Diwân de Hal·lâj, Fragmenta, Barcelona 2008, pp. 34-35.
[3] Kudsi Erguner, La fuente de la separación. Viajes de un músico sufí. Oozebap, Barcelona 2009.
[4] Lugar de reunión sufí, equivalente turco de la jânaqâ persa.
Fuente: http://instituto-sufi.blogspot.com.es/search?q=un+huequecito+en+la+pared