Presentació

Baraka és una paraula d’origen àrab que significa alè vital, pura energia de vida, gràcia divina. Es diu que hi ha llocs amb una baraka especial. Entre ells, la música. La música és la bellesa l’allò més primordial que nia en nosaltres. En el batec del cor hi ha el ritme. En la respiració, la melodia. I en la relació amb tot allò que ens envolta, l’harmonia.

La música, com el perfum, és presència intangible. Entrar en ella és entrar en un espai preciós en què allò que és subtil pren cos, i on allò que és tangible esdevé subtil. Segons Mowlânâ Rûmî, la música, com el perfum, ens fa comprendre que vivim exiliats en aquest món, i alhora ens recorda allò que sabem i no obstant hem oblidat: el camí de retorn vers el nostre origen, vers casa nostra.

Habitar aquest espai preciós no pot fer-se només des de la raó. Aquest coneixement delicat i potent ha de ser degustat, encarnat, i per això Mowlânâ va ballar i va ballar, i va girar i girar i girar. D’aquest espai preciós de presència intangible és del què ens parlen els autors reunits en aquest blog. En un món com el que ens ha tocat viure, en què tantes velles estructures inservibles s’enfonsen, és responsabilitat de cadascú de nosaltres agafar-nos fort a aquells qui ens han indicat el camí, intentar comprendre´n els indicis, descobrir-ne les petjades ... i començar a girar.

Sigueu més que benvinguts a Baraka,

Lili Castella

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diumenge, 5 de gener del 2014

El lugar de la música


 

La música como lugar de transmisión del 
 
conocimiento espiritual
 
en la obra de MawlânâRûmî

Leili Castella (abril 2013)

 
 
 

 
Varios son los lugares que frecuenta el derviche: algunos son espacios físicos, como la jânaqa, lugar de encuentro y reunión sufí, o el zurhané, literalmente “casa de fuerza” que designa el gimnasio tradicional persa en el que el derviche cultiva las artes del pahlivân o caballero espiritual. Pero el derviche frecuenta también otros lugares que no son físicos sino intangibles, aunque no por ello dejen de ser menos reales: de entre estos últimos destacamos, en esta ocasión, la música. Que la música puede ser una vía de conocimiento espiritual lo comprendió sin duda el poeta y místico persa Mawlânâ Rûmî (m.1273), inspirador de la escuela sufí 'mevleví'’ de los derviches giróvagos cuando dijo: “Varias son las sendas que conducen a Dios; yo he elegido la senda de la danza y de la música”.

Pero, ¿por qué la música? El sufismo hunde sus raíces en el islam, tradición espiritual en la que lo sonoro ocupa un lugar central. Efectivamente, la cosmogonía del islam viene a perpetuar la tradición abrahámica de la creación por el Verbo (kun) (Corán 36.82). Este Verbo, que instaura a cada criatura en su ser, resuena siempre en el fondo de ella y es posible percibirlo y rememorarlo a través del oído del alma. Hay otro mito primordial del islam que apela también a lo sonoro y a la audición: es el llamado Día de Alast, (Corán 7,172), metahistoria a través de la cual el ser humano, único ser de la creación que aceptó “el depósito divino” o amâna (Corán 33,72), recuerda su compromiso primigenio  con Allah.

Por todo ello, la facultad de audición es considerada, en el islam, una facultad de orden superior. Recordemos que desde un punto de vista cultural, la Revelación fue acogida por una civilización, la árabe, que privilegiaba lo oral con respecto a lo escrito tampoco hay que olvidar que la Revelación fue un fenómeno fundamentalmente “oral”, auditivo, aunque en ocasiones iba acompañada de visiones. Puede decirse así que el Corán fue escuchado, después recitado y finalmente transmitido oralmente, antes de ser transcrito. El propio término qur’ân proviene de la raíz árabe QR’ que en su campo semántico contiene el significado de “recitación de un texto”. De hecho la palabra samâ’, que es como acabará denominándose la danza del giro derviche, significa en su sentido fundamental “audición”, y por ende, entendimiento de la llamada divina. De hecho, tal como afirma el etnomusicólogo especializado en músicas del Asia Central Jean During (1), la audición del Corán es el primer samâ’ de los musulmanes, tanto a nivel histórico como espiritual. La salmodia del Corán se halla en el centro de sus prácticas religiosas y es el origen de la mayoría de letanías (wird o dhikr). De este modo, el arte de la recitación (tartîl) ha sido elevado al nivel de una ciencia musical, constitutiva por sí misma, del samâ’ (si bien tradicionalmente, como es sabido, el concepto de música no se aplica jamás al Corán).

La utilización de la música como vía de conocimiento espiritual es pues, en algunas manifestaciones del sufismo y en algunas otras expresiones místicas del islam, una prolongación natural de cuanto acabamos de referir. Así, si del Corán se desprende la idea de que el universo es un libro infinito preñado de signos que han de ser leídos, para Mawlânâ Rûmî, el cosmos deviene una inmensa partitura sonora en la que no hay nada que no Le cante, nada que no Le llame, nada a través de lo cual Él no emita las más bellas melodías. De ahí también la simbología que se desprende, en la obra de Rûmî, de los instrumentos musicales: “Como los amantes ardientes, discernió en el sonido del rebâb la imagen de la llamada de Dios al hombre. El lamento del clarín y el batir del tambor se asemejan a la Trompa Universal. Por ello han dicho los sabios que estas melodías surgen de la rotación de las esferas. Es el sonido de la rotación de las esferas que el ser humano hace resonar en el tanbur y en tambor. Los creyentes dicen que es la influencia del paraíso la que convirtió las voces discordantes en harmoniosas. Éramos todos parte de Adam, escuchamos pues todos estas melodías en el paraíso. Aunque el agua y el barro nos hayan cubierto de dudas, nos acordamos aún de algo de estas melodías. (…) El samâ’ es la nutrición de los amantes, puesto que en él  encuentran la imagen de la unión. Los sonidos y los cantos refuerzan las imágenes en el espíritu, o mejor, les dan una forma. El fuego del amor se torna ardiente por efecto de estas melodías…” (2)



Muchos son los aspectos que podrían destacarse de la consideración de la música como vía de conocimiento espiritual en la obra de Mawlânâ Rûmî; el ya citado simbolismo de los instrumentos musicales (imposible olvidar los versos iniciales del Masnawî de Rûmî dedicados al lamento del ney, la flauta derviche de caña, que llora su separación del cañaveral, en una clara referencia simbólica al Día de Alast), la música como reminiscencia del paraíso, el samâ’ como alegoría de la resurrección, la importancia y significado del ritmo en su poesía, etc. Sin embargo nos gustaría detenernos en esta ocasión en la música como lugar de transmisión del conocimiento espiritual entre el Maestro y el discípulo. La música tiene en común con los lugares de tan distinta naturaleza citados al inicio de estas líneas, el ser espacio de alquimia, espacio intermedio o de barzâj, en el que existe la posibilidad de que lo corporal se sutilice y lo sutil se corporice. Es un lugar de vuelco, de inversión y conversión (taqallub) o de revolución (inqilâb). Es harto significativo, por cierto, que éstas dos últimas palabras árabes citadas, deriven de la raíz gramatical Qlb, corazón, que es el espacio simbólico por excelencia de transformación radical del ser y del sentir del derviche. La música, exactamente igual que una jânaqa o un zurhané, es un lugar de prueba, de reto (ibtilâ’), y de contienda con uno mismo, en el que el derviche, en tanto que caballero espiritual, aprende a cultivar los valores que hacen inconfundible su adab o manera de estar en el mundo.

En este delicado proceso alquímico de inversión y conversión (taqallub), es necesaria la presencia y la guía de un Maestro: “Quien no tiene Shaykh, Shaytân es su Shaykh”¸reza un antiguo aforismo sufí. Y es que el conocimiento del que hablamos no sólo no se halla en los libros sino que va mucho más allá de lo que puedan expresar las palabras. Dirá Mawlâna: “Aquel que sólo busca un nombre está perdido. ¿Por qué te agarras al nombre?” (3). Igualmente en Fîhi-mâ-fîhi, el Maestro persa vuelve a insistir en la imposibilidad de conocer el sentido verdadero de la existencia a través de las palabras. ¿Cuál es entonces su utilidad? “La utilidad de la palabra es que te hace buscar y te excita (…). Bajo su aspecto profundo (bâtin), te incita a buscar el sentido, aunque en realidad no lo veas”. (4) La música se tornará pues, con la ayuda del Maestro, puente entre lo aparente (zâhir) y lo oculto (bâtin). Así opera en definitiva el signo. Y así como lo espiritual mueve hacia lo invisible y hacia lo sutil, la música reenvía al aspecto impalpable e invisible de la existencia. Se trata pues de aprender o quizás mejor, de re-aprehender un lenguaje más allá de las palabras que necesitará de una pedagogía especial. Especial, pero en definitiva natural, puesto que, en la pedagogía de Rûmî, el murshid reproducirá con su murîd el mismo proceso de enseñanza que el padre y la madre realizan con su bebé recién nacido.

El Maestro empezará pues por ponerse al mismo nivel que su discípulo. “Finjamos la ignorancia, a fin de poder obtener una respuesta a la pregunta, como si fuéramos extranjeros (en busca de información) (5).” Y así, “para el niño recién nacido, el padre balbucea sonidos, aunque su inteligencia domine el mundo entero (...). Para enseñar al niño, hay que hablar su propio lenguaje (6).” La oreja del verdadero creyente conserva la inspiración que la transmitimos; esta oreja está estrechamente ligada a la del apelante (el Santo). Igual que la oreja del bebé se llena de las palabras de su madre, y después empieza a hablar de manera articulada. Si el bebé no tiene un buen oído, no entiende las palabras de su madre y se vuelve mudo (7).”
 

 En las culturas tradicionales, la música se aprende también por impregnación e imitación, esto es, por “tradición oral”, o mejor aún, como matiza Jean During, por tradición “presencial” o “aural”. En las clases de música no sólo no se utiliza lo escrito (o muy poco), sino que casi no se habla. Podríamos decir que la música se aprende… ¡en silencio! Es bien gráfica en este sentido la anécdota recogida por During  en la que un reconocido Maestro de música persa muy poco propenso a responder a las preguntas de sus alumnos, exasperado por las numerosas preguntas de un estudiante recién llegado, se levantó y lo dejó plantado.

Hay en persa una hermosísima expresión para referirse a la especial y sutil relación de transmisión que se establece entre el pîr y su murshîd que es “sine be sine”. Su traducción literal, que vendría a ser “de pecho a pecho”, es insuficiente para expresar la riqueza del concepto. Como explica During, sine significa memoria, de modo que la traducción “de memoria a memoria” sería más apropiada. Y es que no estamos ante una simple adquisición mecánica del conocimiento: el corazón interviene, como tan bien recoge la expresión francesa “aprendre par coeur” (aprender de y por el corazón) para referirse al aprender de memoria. Sine connota una pena, una quemadura, una disposición afectiva inseparable del objeto de la trasmisión. Se trata pues de confiar un secreto, un misterio, en definitiva, algo indecible.
 
El silencio y la intimidad que se instalan en el proceso de transmisión del conocimiento espiritual profundo, se vuelven pues la condición misma para que los sonidos alcancen su significado. De hecho la música surge del silencio primordial existente en la pre-eternidad del Día de Alast y a él debe devolvernos. Como observa During, el silencio, a través de la música, abre a otra dimensión propiamente iniciática y hace presente lo indecible, lo inefable. El proceso no siempre es fácil, y requiere del deseo sincero del  murîd de acceder a este tipo de conocimiento. During refiere otra anécdota impagable ocurrida en el transcurso de otra clase de un brillante y virtuoso pedagogo iraní que hizo repetir a un discípulo un pasaje de percusión durante más de media hora, sin pronunciar palabra alguna, sin jamás referirse al error que una y otra vez cometía el alumno. El Maestro se limitaba a volver a tocar el pasaje y el alumno, cada vez más angustiado, trataba de reproducirlo, pero cometiendo cada vez algún error sutil, y así hasta que, ante un auditorio estupefacto, el discípulo comprendió su error. Este último reconoció  después que éste fue el momento que mayor impresión le produjo a lo largo de todo su aprendizaje de la música.
 



Vemos pues que la transmisión de un mensaje dirigido a lo más íntimo del ser (sirr), no puede hacerse a través de las palabras, insuficientes para contener lo puramente sutil, sino que es necesario hablar el lenguaje que Mawlânâ denominará  zabân-e-hâl o muda elocuencia, que hace capaz, a quien lo conoce, de entender inmediatamente una intuición inanalizable. Sin embargo ésta transmisión no tendrá lugar a menos que entre Maestro y discípulo exista la más perfecta afinación. Por ello el murshîd tratará de crear en el murîd un estado de receptividad y afinación tal, que le permita transmitirle su propia disposición espiritual (hâl). Explica en este sentido Eva de Vitray-Meyerovitch (9): “(En Rûmî), toda mayéutica presupone esta afinación espiritual que desembocará en el compartir una interioridad que los místicos persas designan con la bellísima expresión de ham-damî, que literalmente significa “ser del mismo aliento” o “ser del mismo latido”". A través de esta experiencia, que trasciende símbolos e imágenes, pensamientos y palabras, el murîd adquiere la certeza de lo que en realidad ya sabía. Mediante la vivencia de unidad y unión entre ambos, el “Maestro exterior” y el “Maestro interior” se vuelven uno, y el Maestro exterior puede desaparecer.

Acabemos estas pocas páginas observando que si Mawlânâ pudo describir con tal precisión y finura el proceso de adquisición del conocimiento espiritual, fue seguramente porque lo vivió de primera mano. Su andadura espiritual quedó marcada por su encuentro con Shams al-dîn Tabrîzî, que fue para Mawlânâ la figura por excelencia del iniciador que sabe exactamente aquello que el alma de su discípulo necesita. La relación entre ellos tuvo su tiempo de espera, su tiempo de encuentro y su tiempo de separación. Shams sabía que su marcha era necesaria para la andadura de Mawlânâ hacia el Amor. Y es que sólo mediante la ausencia de Shams, podría Mawlânâ tener la certeza de que Shams habitaba su interior i de que su presencia jamás le dejaría. Escribe a este propósito Leili Anvar Chenderoff (10): “Shams partió porque juzgó que había transmitido a Rûmî aquello que había acudido a transmitirle. Había llegado el momento de dejarlo solo porque sabía que la llama que había alumbrado no se apagaría jamás. Es inimaginable que Shams hubiera abandonado a Rûmî sin preocuparse de qué efecto le causaría su marcha. Simplemente sabía que había entre ellos un vínculo invisible que ya no necesitaba de la presencia física.” No en vano escribió Shams:

Mientras el discípulo no se ha vuelto perfecto

Y no está a salvo de los deseos de su sí mismo,

No es bueno para él estar alejado de su Maestro,

Pues el viento frío lo enfriaría inmediatamente.

Mas, una vez que el alumno se ha vuelto perfecto

La ausencia de su Maestro ya no le perjudica”. (11)

 

Y no le perjudica porque la alquimia ya se ha producido y la ausencia se ha vuelto presencia, incluso a ojos de terceros. Acabamos, ahora sí, con la cita de este poderoso relato de Shams, protagonizado por Uways al-Qarânî, contemporáneo yemení del profeta Muhámmad, e iniciado espiritualmente por el mismo Profeta sin que hubiese mediado ningún contacto físico entre ambos; estamos pues ante una relación espiritual paradigma de una transmisión de conocimiento espiritual extremadamente sutil. Pues bien, explica Shams que, ya muerto el Profeta, Uways al-Qarânî fue a visitar su tumba. En aquella ocasión los mejores Compañeros del Profeta se hallaban ausentes, y aquellos con los que coincidió le mostraron su reprobación por no haber visitado al Profeta en vida. De nada les sirvió la explicación de Uways, de que había sido el propio Profeta, a través de la comunicación sutil que entre ellos existía, quien le había eximido de visitarle para que pudiera cumplir con el deber de cuidar a su madre enferma. Fue entonces cuando Uways se encaró a ellos y les preguntó durante cuánto tiempo habían estado cerca del Profeta. Respondieron aquellos compañeros que durante años. Uways les pidió que, dada la cercanía de la que habían disfrutado, le explicaran cual era el sello o la marca de Profeta, aquello que mejor le definía. Uno a uno fueron dando sus respuestas, pero ninguna satisfizo a Uways. Y escribe Shams: “Si alguno de los mejores Compañeros hubiera estado presente, Uways jamás habría formulado aquellas preguntas, porque hubiera visto la marca de Muhámmad en ellos.

Mira mi rostro dorado como el oro y no preguntes.

Mira estas lágrimas como chispas de fuego y no preguntes.

No me preguntes qué hay en el interior de la casa,

Ve la sangre en el umbral y no preguntes. (12)

 
 
*    *     *

 

(1) During, Jean, Musique et extase. L’audition mystique dans la tradition soufie. Éditions Albin
     Michel. Paris, 1988. Pag. 19.
(2) Rûmî, Masnawî, Vol. IV, versos 732 y ss.
(3) Rûmî, Masnawî, Vol. II, versos 3668 y ss.
(4) Rûmî, Fîhi-mâ-fîhi. El libro interior. Paidós Orientalia. Barcelona, 1996. Pág. 244.
(5) Rûmî, Masnawî, Vol. I, versos 3001 y ss.
(6) Rûmî, Masnawî, Vol. VII, versos 3315 y ss.
(7) Rûmî, Masnawî, Vol. IV, versos 3030 y ss.
(8) Jean During, direction. La musique á l’esprit. Enjeux éthiques du phénomène musical.
     L’Harmattan. Paris, 2008. Págs. 79 a 97.
(9) Vitray-Meyerovitch, Eva, Mystique et poésie en Islam. Desclée de Brouwer, Paris, 1972. Pág. 76.
(10) Anvar-Chenderoff, Leili,  Rûmî, Édititons Entrelacs, Paris, 2004. Pág. 69.
(11) Shams al-dîn Tabrîzî, Maqalât, 144-145.
(12) Shams al-dîn Tabrîzî, Maqalât, 202.